Un sistema
político anquilosado, con un deteriorado contexto institucional que ya no
responde con eficiencia a las expectativas y necesidades de la población, es el
ambiente adecuado, el terreno fértil, para el florecimiento y auge del
populismo.
Ese
negativo e inconveniente contexto, en el que se manifiesta un marcado
desprestigio de los partidos y de los cauces legales de participación política,
ya sea por corrupción o por falta de representatividad, es aprovechado
hábilmente por los populistas para –exacerbando las deficiencias del sistema
con su diagnóstico catastrofista y señalando a todos los políticos de
corruptos– sintonizar con una ciudadanía ávida de eficacia y transparencia en
la gestión pública.
Satanizan
la política y demonizan a los dirigentes “tradicionales” para crear un ambiente
propicio a su discurso de “cambio”, aunque nadie sepa en verdad de lo que
trata. Prometen que cambiarán todo, que implementarán una nueva forma de hacer
política, que “salvarán” al país, pero sin plantear propuestas concretas ni
precisar cómo lo harán.
En su
trabajo proselitista se benefician de los mecanismos democráticos, de la
libertad de expresión y de prensa, pero cuando logran acceder al poder asumen
una actitud antidemocrática, son intolerantes a las críticas y les molestan las
voces discrepantes, las que tratan de acallar alegando ser ellos los únicos
representantes de la voluntad popular y adoptando medidas autoritarias.
En los
últimos procesos electorales, la insatisfacción y deseo de cambio de la ciudadanía
se ha expresado en favor de fuerzas políticas emergentes, algunas de clara
orientación populista, creyendo candorosamente que con solo cambiar de actores
se logrará una mejora sustantiva en la gobernanza de la cosa pública, cuando en
realidad el problema consiste en la existencia de un sistema político atrofiado
que imposibilita, a cualquiera, ejercer el poder con eficiencia y cumplir las
propuestas formuladas y los compromisos adquiridos con el electorado.
Se debe
entender que lo que se requiere con urgencia es una profunda reforma política,
una modernización del actual sistema establecido por la Constitución Política
de 1949, la que, aunque haya sufrido muchas reformas, ya no responde a las
actuales circunstancias.
Como vacuna
contra el populismo irresponsable y para evitar las dolorosas experiencias de
otras naciones que han recorrido ese tortuoso camino, la sociedad demanda un
nuevo proyecto de convivencia común, un sistema político moderno, una
constitución actualizada, que permita superar las deficiencias e insuficiencias
de la situación actual.
Para asumir
esa tarea y lograr tales propósitos, el mecanismo de las reformas parciales, de
“parches” a la Constitución, no parece ser el más idóneo, por lo que se debe
analizar con seriedad la conveniencia de convocar una Asamblea Constituyente,
que renueve el pacto social y que elabore una nueva carta fundamental.
De no
hacerlo oportunamente, las debilidades de nuestro sistema político actual se
profundizarán y cada día será más difícil, sea quien sea el que gobierne, que
el aparato estatal cumpla el cometido principal de generar progreso al país y
bienestar a la población. Así se favorecerá el avance de las corrientes
populistas.
Es hora de
que nuestra clase dirigente deje de lado su letargo y las aprensiones sobre
este tema, ya que como lo recomendara hace varias décadas el expresidente
Daniel Oduber, “no se debe tener miedo a la revisión del texto constitucional,
que es más fácil hacerlo por una Asamblea Constituyente bien calificada y bien
integrada, que hacerlo en medio de las actividades diarias de los diputados”.
El país debe inspirarse en sus valores y encontrar en el pensamiento de sus más
esclarecidos ciudadanos los temas y las ideas que hagan posible definir el tipo
de sistema político que mejor se adapte a la realidad y a las necesidades de
hoy.
Luis París Chaverri es ex embajador ante la
Santa Sede.